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Y después de Alan, ¿qué?

“Juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida equivale a la cuestión fundamental de la filosofía (…) Matarse es, en cierto sentido y como en el melodrama, confesar. Es confesar que la vida nos supera o que no la entendemos.” Albert Camus

Jaime Villanueva Barreto

Publicado: 2019-04-23


La trágica decisión de Alan García de poner fin a su vida luego de verse acorralado por una verdad que trató de mantener oculta ha conmocionado al país. Al fin, una investigación independiente, llevada a cabo por un grupo de jóvenes fiscales provincianos, había llegado a recabar la evidencia suficiente como para lograr una detención preliminar en su contra. La justicia, después de más de treinta años, tocó a su puerta. Y él, como hace treinta años, huyó de ella, pero esta vez de una manera definitiva. Sin embargo, nuestro propósito ahora, no es escudriñar los motivos de su partida, sino precisamente tratar de dar una respuesta a la pregunta planteada en el título.

Con su partida, Alan García deja un gran vacío en el poder y, como el poder, no admite vacíos pronto habrá de ser llenado. Se ha dicho que con él acaba un modo y un estilo de hacer política en el Perú. El elenco de los tradicionales líderes carismáticos y todopoderosos parece también haber llegado a su fin. Heredero de una tradición partidaria plebeya y mesiánica ha dejado a la Apra en la orfandad. La personalidad megalómana del tipo de liderazgo que ejerció no permitió la renovación y arrastró al partido fundado por Haya de la Torre a que siguiera su propia suerte: la del descalabro. Sin un rumbo ni ideológico, ni práctico, lo peor que podrían hacer los apristas es continuar siendo la comparsa de una defensa imposible que vea un atisbo de heroicidad en lo que, hoy sabemos, fue un acto radical de quien se creyó intocable. Llamar a la unidad del partido poniendo como centro la figura de un personaje tan cuestionado tal vez les alcance para llenar una plaza con un grupo de militantes fanatizados, pero no para ser una opción política. Lo que le toca a la Apra es recoger sus ruinas y nuevamente reinventarse si desea continuar siendo una fuerza política gravitante en la vida nacional.

Nunca García y su partido estuvieron más solos que en los días de sus exequias. Aquel que inició su carrera política queriendo abrir su partido a un sector que trascienda la estrechez propia de la miliatancia. El que decía que su compromiso era con todos los peruanos, finalmente fue despedido sólo por sus partidarios. A diferencia de otros líderes que también partieron, como el caso de Fernando Belaúnde o Javier Diez Canseco, con García sólo estuvieron sus compañeros. Desde las últimas elecciones él sabía que había perdido el respaldo popular del que siempre gozó. Sabía que su destino era el peor que puede tener un político, el de la soledad y el aislamiento.

Enredado en el propio laberinto de sus actos él mismo se refugió en la soledad porque el pueblo que una vez lo amó ya lo había condenado. García no necesitaba que ningún juez o fiscal vayan tras él. Su condena se escribió el 2016 y fue la del rechazo popular. Pero, político Trejo, supo darse maña para continuar marcando la agenda y mantenerse, por lo menos, virtualmente vigente.

Tenemos que su herencia política es un partido en ruinas, sin norte ideológico, virado hacia la derecha, lo que ni siquiera le permite la reivindicación de un discurso popular y progresista. Además de cargar con serios cuestionamientos, un gran desprestigio y seguramente alistándose a una lucha sin cuartel por apropiarse de lo que queda del viejo partido. En una organización caudillista como aquella es imposible que surja un nuevo liderazgo mientras el caudillo viva. Nadie se atrevió nunca a “matar al padre”, por el contrario, cual Saturno el caudillo se dedicó a tragarse a todos sus hijos. Tal vez, lo mejor que puedan hacer los apristas sea que los viejos dirigentes y todos aquellos que de alguna manera participaron del gobierno, hoy tan cuestionado por sus múltiples actos de corrupción, den un paso al costado y se conformen con sólo acompañar a los más jóvenes en el proceso de reconstrucción del partido. Algo muy difícil de aceptar, pero necesario si quieren permanecer vigentes. Es poco probable que algo así suceda en una organización siempre acostumbrada a funcionar bajo la sombra del Jefe o del Presidente. Pero, de no hacerlo, sólo les quedará el ensimismamiento y la lenta pero sostenida extinción.

Esto nos lleva a otra gran posibilidad que se abre con la partida de Alan García. Es una invalorable oportunidad para la construcción de nuevos liderazgos más frescos y funcionales que apuesten ya no por la figura carismática, sino que, por fin, podamos empezar a discutir propuestas y programas. Esto pasa por la difícil tarea de que los nuevos liderazgos que aparezcan sean capaces de construirse una identidad política sin tener al gran enemigo delante frente al cual diferenciarse. Sin García en la escena y con el fujimorismo entre rejas, el gran reto de aquellos que anhelen conducir el país será ya no buscar la confrontación, sino apostar por el programa. En todo liderazgo carismático o caudillista se necesita de un momento fundacional en el que nace el líder: la consagración del Perú al Corazón de Jesús con Haya de la Torre, el manguerazo con Belaúnde, la disputa con Manuel Ulloa en el caso de García, etc. La idea es que siempre los caudillos necesitan de otro con quien enfrentarse y a partir del cual construir su propia identidad. Hoy el escenario es otro y un modo adecuado de aprovecharlo sería ir hacia la pedagogía política que haga del debate uno más programático.

Cuando el huracán Odebrecht termine de pasar no sabemos bien lo que se habrá llevado y lo que continuará en píe. Pero si podemos saber que nada volverá a ser lo mismo. Reducidos a una insignificancia política el motor de ésta ya no puede seguir siendo el antiaprismo o el antifujimorismo. Ahora, el verdadero parte aguas de la política debe ser la lucha decidida contra la corrupción. Ese tema debe hacer parte de todo nuevo programa político, pero no todo el programa debe agotarse en ello. Luchamos contra la corrupción para tener y aprovechar más nuestros recursos y poderlos invertir así en la educación de nuestros ciudadanos y obtener mayor desarrollo y bienestar. Como una suerte de pedagogía cívica el ciudadano peruano debe saber que el crimen no paga y el camino más corto no siempre es el mejor.

La más importante lección de republicanismo cívico nos las están dando ese pequeño grupo de fiscales y jueces. Con cada acto nos enseñan que nadie está por encima de la ley. Por primera vez en nuestra historia podemos decir que no hay más impunidad. Por eso la feroz campaña que se ha desatado en contra de los fiscales Vela y Pérez. Los políticos no quieren ser investigados y menos por fiscales autónomos e independientes. Saben que deben atacar la investigación porque son ellos quienes tienen el material probatorio que los vincula con sus fechorías. Ya ni siquiera disimulan su desesperación. Nos queda a nosotros defender lo que hemos ganado como ciudadanos y como país. Nada está aún dicho y mucho menos ganado. Que en el bicentenario podamos tener en el lugar que les corresponda a todos aquellos que traicionaron la fe y la esperanza del pueblo y que podamos así comenzar hacer realidad el sueño de igualdad y libertad con el que nació la república. Que ante la hybris mostrada en estos días por todos aquellos que se saben culpables digamos, Basta Ya! Y que nunca más nadie vuelva a quedar impune de sus delitos. Esa es nuestra responsabilidad como ciudadanos.


Escrito por

Jaime Villanueva Barreto

Doctor en Filosofía. Profesor Asociado del Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.


Publicado en

CIUDADANÍA O BARBARIE

Temas de política, filosofía y cultura, entre otros.